En la mensajería de Poggi, se mencionaba a uno de los jóvenes más viajeros que llegaron a San Rafael, pese a contar con unos 30 años.
Su aspecto, típicamente italiano, la simpatía que irradiaba por los cuatro costados, y la verba (aquella verba que era imposible comprender) causaba la hilaridad del contado número poblador de la colonia francesa. Su habla era distinta a la de sus connacionales inmigrantes llegados poco antes al sur mendocino. Era un dialecto que, según el muy culto Arturo Blanco, quién hizo varios viajes a Europa y conocía gran parte de las provincias del «país del Dante», era común en aldeas, por más próximas que estuvieran entre sí. «El dialecto -afirmaba don Arturo- no es más que la variedad regional de un idioma». En Calabria, en Sicilia, en Nápoles, etc; así como en toda la nación existen «lenguajes incomprensibles».
El caso era que don Enrique Tenconi, mecánico de profesión en su tierra, era tan diestro para el manejo del yunque y el de la fragua, como para realizar injertos vegetales, o extraer dientes o muelas. Había practicado odontología en su aldea natal, donde no había profesionales, del mismo modo que no había tareas que desconociera. Era lo que con el tiempo denominamos un hombre orquesta.
EL DIA DE SU CASAMIENTO
Su gran sentido del humor, su facilidad para «captar» las características de sus amigos que fueron muchos, le granjearon el auténtico y franco cariño de la población. Tenía una gracia especial para hacer chistes, o intervalos, y cuando contrajo matrimonio, el mismo cura que bendijo el casamiento, no pudo ocultar la risa, cuando frente al altar, y ante su pregunta «Acepta usted por esposa a la señorita…», respondió: «La signorina e’bona di cuore y cucina bene. Aceto».
Feliz fue la vida de aquel italiano, tan noble como servicial. Fue el jefe de una gran familia, ganó mucho dinero, y pudo haber llegado a ser un poderoso hombre de fortuna, trabajando en el taller que armó con sus propias manos al poco tiempo de arribar a San Rafael.
Su generosidad para ayudar al vecino necesitado era una alegría que hacía propia, pero el destino le jugó una mala pasada. Su taller fragua, que atendía solo, sin ayuda de sus numerosos hijos que por muy largo tiempo vivieron a sus expensas, impidieron a don Enrique conservar lo ganado con el sudor de su frente. El taller, muy bien equipado, era prácticamente el único existente en la colonia Francesa de fines del siglo pasado. Trabajó con sus ochenta años a cuestas, hasta que un día, su corazón dejó de latir.
En el cementerio de San Rafael, desde muy entrada ya la década del año 1930, están sus restos. Alguna mano piadosa lleva flores a su tumba.
* Publicado en el suplemento “Historias, Personajes y Leyendas de San Rafael”, de SEMANARIO DEPARTAMENTAL.