El conmovedor testimonio de la ex de Fagetti sobre su desaparición

Elsa Marta Sosa murió el viernes a los 62 años, pero antes contó su verdad sobre la desaparición del padre de su primer hijo (Javier), hace 42 años atrás.
La muerte de Fagetti no fue responsabilidad de la Junta Militar, sino de María Estella Martinez, porque sucedió en pleno gobierno peronista, supuestamente democrático.

Sosa atestiguó en la causa que se le sigue a 27 ex policías y militares
, y que esperan sentencia en pocas semanas. Algunos de ellos fueron torturadores y asesinos, y otros son simples chivos expiatorios, y se espera que los jueces sean precisos a la hora de diferenciarlos.

TESTIMONIO ESTREMECEDOR DE SOSA
El 25 de febrero a las dos de la tarde, Aldo me dijo:
– Cumpa, tengo una sorpresa paras vos (siempre me llamaba así), y me regaló una regla “Pizzini”, esa regla era muy codiciada por los estudiantes de ingeniería. Nos fuimos charlando acerca de San Martín, ya que era el día de su nacimiento. Me hacía ver que nadie había hablado del tema. Llegamos a un negocio que teníamos, donde hacíamos empanadas y pastelitos.
Aldo tenía 24 años, y yo 21. Javier, nuestro hijo, tenía 1 año y 3 meses. A Aldo lo esperé mucho tiempo.
Llegamos al negocio, nos cambiamos para trabajar, abrimos una gaseosa e íbamos a comer algo. De pronto escuchamos ruidos. Apareció un soldado y gente de civil. Ingresa un militar y yo le pregunto quién es. Me responde «Stuhlderher».
Sacaron todo, hasta ladrillos; entró gente y más gente. Le pregunté a otro:
– ¿Quién es usted?
– Un militar, me respondió.
Era violento, y si bien no me golpearon, era violento. Les ofrecí gaseosa a los soldados. Golpeaban las paredes donde sonaba hueco, preguntaban por las armas.
Encontraron telegramas de felicitaciones por el nacimiento de Javier que había coincidido con el 17 de octubre. Se los llevaron.
Yo estaba en un rincón y los veía gigantes.
El que estaba a cargo del operativo dijo:
– Preguntá qué hago, acá no hay nada.
Lo llevaron a Aldo al domicilio particular en un Jeep. Había un camión con personas de traje oscuro.
A mí me llevaron en un Fiat 125, y desde ese momento el ruido de arranque de ese auto me trastorna.
De los que me llevaron dos eran altos, uno morocho y otro no. Además había dos petisos, uno morocho y otro que manejaba.
Nos bajan en la casa. A Aldo lo entran, a mí me dejan afuera. No había nada.
Les dijeron a los vecinos que sirvieran de testigos. La vecina pegada que nos alquilaba la casa, tejía y trabajaba en barro, nos daba fruta, nos ayudaba.
El allanamiento duró bastante, buscaban armas. La vecina no quiso firmar: “Yo soy una mujer grande y no voy a firmar esto, no me importa morir”, dijo.
Ellos hablaban todo el tiempo del “Capitán”. Era enorme.
Yo dije: “Estamos en un gobierno democrático”, me contestaron: “No te preocupés, a las 10 de la noche está de vuelta”, respecto a Aldo.
Cuando iba en el Fiat, bostecé y me dijeron:
– Vos no tenés sueño, decí dónde están las armas. ¿Vos conocés al Paco?” (me lo decían por el Negro Tripiana).
Me bajé, temblaba. Aldo estaba pálido y me preguntó:
– ¿Estás bien cumpa? De pasada tomó los zoquetitos rojos de la soga y se los guardó en el bolsillo. Nunca más puede estar con él.
Me fui al negocio. No volvía. Se hace la madrugada. No volvió.
Voy a la Unidad Regional. No estaba. Vuelvo a la Comisaría 8va, y alguien dice: «Están todos en Infantería, en la División Canes».
En Infantería había un portón grande y una puerta, pregunto por Aldo. Me contesta uno con uniforme de militar que sí, que estaba ahí. Pregunté si podía llevarle de comer, me dijeron que sí. Fui a llevarle yogurth, me atendían soldados. Quise llevarle ropa, me dicen que sí. Pregunté si quería el pantalón azul, que no tenía para asegurarme de que estaba vivo. Me dijo que no.
A la mañana temprano izaban la bandera, yo espiaba por unos agujeritos, un día lo vi en la puerta de una piecita. Lo vi bien. Entonces iba a la misma hora. Otro día lo vi rengueando y agachado. Llevaba comida para verlo.
Habían pasado cuatro o cinco días. Ahí comencé a entender lo que estaba pasando.
Me fui a los cuarteles de Cuadro Nacional. Llegué a la tardecita, había conseguido que un vecino me llevara; entramos y nos estacionamos debajo de los árboles. Salieron decenas de soldados. Pedí hablar con el jefe. «Si no me comunican con él, de acá no me voy», les dije.
Un militar me pregunta quién soy yo: «La esposa de Fagetti», le respondí.
«Mi hijo está enfermo, necesita ver a su padre», dije.
«No puede pasar -dijo el militar- voy a ser claro, si su hijo está enfermo mejor, porque es uno menos para matar y en unos días acá no va a quedar ninguno».
Un día vino al negocio una prostituta que siempre nos compraba y me dijo: “No me preguntés con quién me acuesto, pero sé que a tu marido mañana le va a pasar algo”.
No sabía qué hacer, había movimientos. Había un camioncito que me espantaba. Pensé que lo iban a trasladar a la Unidad Regional. Yo le tenía miedo al camioncito. Me iba cerca de donde estaba Aldo a jugar con mi hijo, me echaban. Me escondí en la acequia, quería ver si se lo llevaban. No pasaba nada. A las 11 de la noche me dijeron que se había ido en libertad, estaba la firma de él.

LA BUSQUEDA
Cuando se llevaron las fotos, las pertenencias, se llevaron a Aldo, la vida, los sueños, los besos, las caricias de un hombre querido en el trabajo, en la militancia, querido por mí.
Y sí… mi marido andaba en algo, le preocupaba la deuda externa, la pobreza, la desigualdad, la copa de leche, en eso andaba. Yo pensaba: «La democracia es un verso», porque estábamos en democracia. Me decían que presentara un hábeas corpus en los Tribunales Federales. En la policía me decían: “No lo busques más, pero si querés pasá y buscá”, me ofrecían.
Hice la denuncia en la 8va, me contestaron lo mismo. Presenté un hábeas corpus en los Tribunales Federales, que yo firmé porque el abogado Tercero no quiso. Me decían: «Debe estar con una minita, cuando se canse va a volver».
En Rentas, donde trabajaba, Aldo era muy querido. No teníamos plata. Yo hablaba con el Delegado y pedía que me dijeran dónde estaba. En Rentas preguntaron mucho dónde estaba, dónde se lo habían llevado. Hicieron una colecta para darme dinero. Pregunte al Episcopado y me dijeron: “Imposible porque de los delincuentes comunes no nos ocupamos”.
Vivíamos del pan que horneábamos y que vendíamos por la calle. Me ayudaba mi hermano que tenía 14 años. Me seguían, la policía iba a mi negocio, me decían que le regaláramos empanadas, que tenían una fiesta y que yo se las regalara. Les dije que no tenía plata, pero que si ellos podían conseguir la carne, y que la panadería de al lado se las horneara, yo se las hacía. Les pedí más ingredientes de los que necesitaba para cagarlos.

PEDIDO
Sobre el final de su relato en el juicio, Sosa, en apariencia sin rencores, concluyó:
«A estos hombres, la historia no los ve como patriotas. Ellos apretaban el gatillo, habrán creído que hacían bien, pero ahora saben que no estaba bien; por eso les pido que no se lleven los huesos de nuestros compañeros, que nos digan dónde están. Lo que antes puede haber sido confusión, ahora es vileza. Ellos tienen jueces, abogados que los defienden, mi Aldo tuvo una bala o muchas.
Me abuela decía que “una bala mata pero no calla”.

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