El gran escritor, el notable poeta, el genio de la filosofía, el eminente físico y químico o las grandes celebridades, suelen ser tan modestos como humildes. La condición de humildad es patrimonio de los grandes de espíritu.
La antítesis más cabal de la soberbia y arrogancia estaba encarnada en aquella mujer pura bondad que consagró su vida al aula, y desde ella pareció mirar afable el transcurrir del mundo de la enseñanza.
Era la maestra, que reflejando la existencia pacífica y sin alardes de una sociedad como la sanrafaelina, parecía fundida en el molde de la población.
Estela de Cuervo debe haber ignorado la existencia del vocablo vanidad. Ni sus alumnos ni la gran familia local la vieron ocupar la primera fila en cualquier celebración o festejo, al que llegaba y se retiraba en silencio, casi sin ser advertida.
Admirable síntesis la del poeta, que en diez palabras definió su naturaleza: «No era quién lucía su pañuelo en la feria. Solo lo hilaba».
La querida y silenciosa Estela, educadora noble que irradiaba amor, tenía tan grises sus cabellos como blanca el alma que se traslucía tan solo en la expresión de sus ojos, cuando de banco en banco observaba los cuadernos de sus niños.
«Más no desespere la santa maestra, no todo en el mundo del todo se va, Usted será siempre la brújula nuestra, La sola y querida segunda mamá.»
Era común el llanto infantil en las escuelas. Y aunque nunca dejaron los niños de ser traviesos o juguetones, manifestaban claramente su sensibilidad cuando llegaba el fin del año escolar. Tampoco las maestras o maestros eran indiferentes ante las despedidas, porque tras el beso o el abrazo, de inmediato, para evitar que los chicos vieran sus lágrimas, abandonaban precipitadamente el aula.
* Publicado en el suplemento “Historias, Personajes y Leyendas de San Rafael”, de SEMANARIO DEPARTAMENTAL.