En el corazón del valle de Los Molles, vivía un indio araucano noble, honrado y bondadoso, que siendo muy pequeño fue traído por su madre, milagrosamente salvada de la muerte por los invasores españoles que llegaron a Chile capitaneados por Pedro de Valdivia.
Dócil, bueno y de gran corazón era aquel niño, quién adoraba a su madre, y por ella, desde su más tierna infancia, conocía la heroica historia de sus antepasados, fervientes defensores de la libertad.
«Duro, muy duro fue niño mío, nuestro viaje a través de la montaña. Dormíamos en alguno de los refugios que solíamos encontrar, tapados con una manta que apenas tuvimos tiempo de recoger poco antes de huir». Por suerte, y luego de noventa días de marcha comenzamos a descender. Ya sabíamos los chilenos que la nueva tierra que pisábamos se llamaba Mendoza, en honor al capitán español de ese apellido»..
– ¿Y el lugar en que ahora vivimos como se llama?
– Los Molles.
– ¿Los Molles?. El mismo nombre del árbol que cura con su madera las enfermedades?
– Así es mijito…
– Madre -exclamó el chico- observando los alrededores. ¿No son los árboles que vemos a lo lejos, iguales a los que existen del otro lado de la montaña?
– Si, querido…
Y tras quedar un instante pensativo, continuó el pequeño:
– Tú y papá me contaban cuentos… Él ya no está. ¿Lo harás tú ahora?
Su madre lo miró amorosamente antes de responderle:
– Si, y te gustarán.
Nuevos pobladores llegaron a la región de Los Molles, y entre ellos gran número de niños.
«Piuquén», vivaz e inteligente, enseñaba a los pequeños araucanos de la zona el arte de fabricar armas para cacería; era pastor de cabras, y recorría largas distancias para regar con el agua fresca de las vertientes, la huerta contigua a la pequeña choza que había construido con su progenitora.
Ejemplar fue su vida en la adolescencia y la juventud, enseñando a sus amigos de tribus vecinas, conocimientos elementales, y la significación del amor hacia sus semejantes; y cuando advirtió en la vejez su cercana muerte, ascendió hasta la cumbre donde sepultó a su madre años antes, y tendiéndose en una zanja que previamente había excavado junto a la de ella, aguardó, orando a su Dios por los suyos y sus antepasados, antes de morir.
Dice la leyenda araucana que en aquel lugar, floreció un gran rosal que cubría los huesos de Piuquén y su madre.
*Artículo perteneciente a la colección “Historias, Personajes y Leyendas Sanrafaelinas“, que publicó SEMANARIO DEPARTAMENTAL