El Virrey de Sobremonte y la Villa 25 de Mayo

Virrey
Cuando los criollos legítimos anhelaban la emancipación, arribó a Buenos Aires, siguiendo las profundas huellas que por el oeste cruzaban la Villa del Pilar, un carretón tirado por bueyes, que traía una delegación de indígenas Pehuenches, oriundos de la Cordillera de los Andes.
– ¿Quién es esa gente y que busca? -preguntó a sus súbditos el virrey Sobremonte, que años antes (corría enero de 1805) había reemplazado a Joaquín del Pino, hasta entonces máxima autoridad en nombre del soberano español.
– Son integrantes de un pueblo lindero con los pasos montañosos chilenos. Manifiestan haber partido hace mucho tiempo, y se ven muy desnutridos, le dijeron.
– ¿Cuántos son, y cuales sus nombres?, repreguntó el virrey.
– Dos hombres y dos mujeres. «Caripán y Neculantain». Las mujeres se llaman María Josefa Roco y María del Carmen, hermana suya, le contestaron.
– Hacedlos pasar, señaló el español.
– Necesitamos protección y trabajo, señor -y agregó el que parecía mayor- «Además sería necesario construir un fuerte para defendernos de las tribus que no nos quieren».
– ¿Y quiénes son los que os quieren?
– Los que viven del otro lado de la montaña.
Sobremonte ordenó alimentarlos, y en el interín escribió un mensaje al comandante de Armas de Mendoza, don Faustino Anzai: «Son indios pacíficos que pueden proteger los pasajes cordilleranos que bajan del oeste, por lo que, pareciéndome conveniente, resuelvo que el comandante de Milicias don Miguel Telles Meneses, se dirija a las tolderías pehuenches en compañía del Padre Fray Francisco Inalicán».
Pese al juicio de historiadores que dan la confluencia de los ríos Atuel y Diamante como lugar de la primera fundación del Fuerte, estudiosos del orígen regional certifican que el fortín de la Villa 25 de Mayo constituyó la primera avanzada del sur de Mendoza, distante a corta distancia de la ribera izquierda del Diamante.
Cañones y elementos de artillería sobre las murallas del bien diseñado edificio de cuatro o cinco metros de altura, completaban las defensas de aquel baluarte, donde gran número de víctimas pagó tributo al anhelo civilizador. Por largas décadas dicha fortaleza constituyó un refugio para quienes llegaban esperanzados en el futuro de una tierra desconocida.
Dijimos que el Virrey Sobremonte, quién seguía atentamente el desarrollo relacionado con la región sureña, había designado al sacerdote Inalicán para colaborar con Telles Meneses en la misión evangelizadora. Chileno de nacimiento, de sangre araucana, recibió los hábitos siendo veinteañero, en la ciudad de Santiago. Viajó a Mendoza donde ejerció el magisterio y se graduó en gramática en el convento de San Francisco, cuya labor suspendió tras su inclusión en la misión encomendada a Telles Meneses.

FRANCISCO DE AMIGORENA
Sólo le faltaba al indio, pronto a hundir su lanza en quién no tuviera el color de su piel, oír el nombre de don José Francisco de Amigorena, para que la bajara.
Bien sabían los salvajes, el coraje de aquel hombre blanco, primer explorador de sus dominios, que no era, ni mucho menos, enemigo de los aborígenes. Recelaron al principio, pero no sólo respetaron su vida, obedeciendo a una extraña influencia, sino que de a poco, terminó el militar siendo su muy querido jefe.
¿Cómo pudo aquello haber ocurrido?.
Amigorena, Comandante General de la Provincia de Cuyo, había realizado varias expediciones al territorio indígena, y en todas ellas, demostrando tanto valor como calidad humana, se hizo acreedor, primeramente a la admiración, y luego, paulatinamente, al cariño de los naturales que finalmente llegaron a venerarlo.
Recordaban que allá por 1770, el comandante había mandado en su auxilio a Exequiel Aldao, jefe del Fuere de San Carlos, para protegerlos de los feroces ataques de tribus que, desde muy lejos, y superiores en número llegaban a exterminarlos en las tierras donde más tarde fue asentada la Villa 25 de Mayo.
Falleció el comandante poco antes de comenzar el año 1800, pero su recuerdo subsistió. Fue considerado por los indios un dios verdadero. Un dios que ordenaba de una manera especial, a quién los aborígenes obedecían ciegamente.
Innumerables fueron los blancos que luego de la muerte del militar salvaron la vida, tan solo invocando el nombre de quién representó dentro del mundo indígena, un sentimiento equiparable a la ternura que ellos experimentaban frente a sus hijos.
Don José Francisco -así fue llamado-, un vasco tan fuerte y arriesgado como blando de corazón, había nacido en el Puerto de «Pasajes» muy cerca de San Sebastián, capital de la provincia de Guipúzcos. A poco de desembarcar en Buenos Aires (residencia del Virrey Ceballos), éste conocedor del valor del recién llegado, lo designó custodia del pueblo, que dormía con las armas a su alcance aguardando los malones… Imposible es en una breve nota destacar la magnitud de la obra de Amigorena. Sirva lo expuesto para recordar su nombre, injustamente casi olvidado en la historia del Sur de Mendoza (Artículo publicado en la colección «HISTORIAS, PERSONAJES Y LEYENDAS DE SAN RAFAEL» de SEMANARIO DEPARTAMENTAL).

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